Paolo detiene su Fiat Punto Star a la altura del bareto de la calle Chiatamone, justo frente a la sede de su antigua oficina. Apaga el motor y espera. Poco después la ve llegar. El Nissan Micra rojo de Giogia se para justo en la entrada de II Mattino. Del lado del acompañante se baja Alfonso, que, antes de cerrar la puerta, le da un pellizquito en la mejilla y un beso en los labios.
—Hasta luego, muñeca. No sé si nos veremos esta noche. Acabaré tarde.
—Qué pena (contesta ella con un ceño de niña contrariada).
Paolo está a punto de desmayarse.
—Venga, que mañana te llevo a comer mejillones picantes a Cicciotto (añade Alfonso).
—Hasta luego —se despide ella, radiante.
El coche de Giorgia se pone en marcha de nuevo y gira por la calle Partenope sin poner el intermitente, el coche que va detrás frena de golpe y los neumáticos dejan una larga marca negra en los adoquines; por un pelo no la embiste por el flanco.
—¡Hija puta! (El conductor se asoma por la ventanilla acompañando sus improperios con una larga pitada de claxon.
Paolo enciende el motor y mete primera.
—¡Paolo! ¿Qué haces aquí? (En la ventanilla de la derecha aparece una cara enorme).
Da un bote en el asiento, luego le reconoce: es Ciro tomándose un helado de cucurucho.
—Ciro, me has asustado.
—Ay, perdona, no quería. Soy yo, tranquilo. (Abre la puerta y se mete en el coche). ¿Qué haces aquí abajo? Un poco de nostalgia, ¿eh? (dice, y le da un vigoroso lametón al helado mientras un churrete de crema de avellana cae en el asiento justo en medio de sus piernas). Vaya, la que he liado.
—Ciro, por favor, ten cuidado.
—¿Tienes un pañuelo? (Con las manos, manchadas, abre la guantera).
—Ciro, me estás ensuciando todo el coche. ¿Tú crees que es normal que estés comiéndote un helado a estas horas de la mañana?
—Vaya, no tienes pañuelos. Bueno, pues con los dedos.
Paolo le mira consternado.
—Quería comprobar si era verdad que Giorgia y Alfonso están juntos.
—Pero si ya lo sabías, Paolo.
—Pues lo quería ver con mis propios ojos.
—Pero ¿Qué necesidad tienes? ¿Quieres hacer otra tontería?
—Entonces, ¿Giorgia le acompaña cada día?
—Pero ¿para qué quieres saber esas cosas Paolo? Luego te sientes mal. Venga, olvídala ya.
—Puede que tengas razón, Ciro. Debo pasar página.
—En cualquier caso, sí, le acompaña todos los días. Desde que la mujer de Alfonso descubrió los múltiples cuernos que le ponía su marido, se quedó con todo. Primero, el barco; luego, el coche.
—¿Le había quitado el barco? ¡Claro, por eso los pillé en mi casa; antes se la llevaba allí, como a las demás!
—¿Lo ves, Paolo? ¿Quieres amargarte? Déjalo ya.
—No, Ciro. Es que necesito entenderlo.
—Pero ¿Qué es lo que tienes que entender? Quítatela ya de la cabeza.
—¿Has visto lo contenta que estaba hoy Giorgia? ¿Has visto tú también lo feliz que es, Ciro? —¡Qué cosas dices, Paolo! Basta ya, por favor. Corta ya con esa historia.
—Sí, supongo que tienes razón, Ciro. Debo olvidarme. De todos modos, saber no me vale para nada.
—Además, esa está siempre contenta, Paolo. (Le da otro lametón al helado).
—¿Cómo?
—Está contenta todos los días. A ver, yo antes no la conocía, pero desde que la veo con Alfonso no hay duda de que es feliz.
Paolo se siente morir.
—Pero ¿no habías dicho que era mejor no saber?
—Ya, ¡pero tú insistes! (Otro mordisco al cucurucho).
—O sea, que… ¿es feliz? Daría lo que fuera por saber qué ve en ese tío. Giorgia es una chica bien, refinada, culta, de buena familia. No puedo entender qué hace con ese paleto. «Nos vamos a comer unos mejillones picantes» (dice imitando la voz de su exjefe). Giorgia no ha comido nunca mejillones picantes. Hasta puedes coger una hepatitis.
—Bueno, Paolo, ya sabes como es Alfonso.
—No, ¿cómo es?
—Pues no sé, Alfonso es… (Hace un gesto con la mano que no quiere decir nada).
—¿Qué significa eso? Es…
—Paolo, es… No te lo sé explicar. Es simpático, agradable.
—Pero, bueno, ¿ahora te gusta Alfonso?
—No, no es que me guste, Paolo. Pero…, pero Alfonso es Alfonso.
—¿¡Es Alfonso!? (Paolo permanece un rato en silencio y arruga la frente). ¡Ya lo sé Ciro! ¡Alfonso es alfa!
—¿Es alfa? (pregunta Ciro. —¡Es alfa, eso es lo que es Alfonso! ¡Baja, Ciro! Tengo que ir a escribir el artículo, que va a imprenta esta noche. (Le empuja fuera del coche. El cucurucho se le cae en la alfombrilla). ¡Se me ha caído! (Ciro baja. Paolo cierra la puerta). Da igual, ya me has puesto el coche como una alcantarilla.
Mete la marcha, tira al asfalto el cucurucho húmedo y arranca derrapando.
Ciro se queda mirándole, atónito; se chupa los dedos manchados de helado de avellana y se mete en el portal del periódico. «Queridos compañeros, hay que despertar. ¿Pensabais que sensibilidad, cultura y buenos modales son elementos para conquistar a una mujer? Nunca ha existido nada tan equivocado. Si os presentáis a una mujer estrechando su mano, con nombre y apellido, seréis solo unos desgraciados. Si en el primer encuentro os interesáis por su trabajo o sus ocupaciones, seréis solo los típicos buenos chicos aburridos que están intentándolo. No le regaléis una rosa y no la llevéis a cenar a la luz de las velas. Incluso llevarla hasta la cabina de un miserable banco será perfecto con tal de que puede encontrar indicios de la presencia en vuestra vida de otras mujeres. Así entenderá que ya habéis sido «preseleccionados», entrará en competición con las otras pretendientes y querrá llevarse el trofeo en liza: ¡vosotros! Como en el mundo animal, también entre hombre y mujer existen reglas muy concretas. Las hembras se sienten atraídas por el «macho alfa», es solo una cuestión biológica.