En la vida, muchas cosas ocurren por casualidad, solo unas pocas podemos decidirlas nosotros y, casi siempre, estas últimas son las mejores. Como la idea de volver a verla. De modo que camino por el parque con las manos en los bolsillos y, al verla, el corazón me late con tanta fuerza que ya no tengo dudas. «Eh…» Nos quedamos callados, mirándonos, como si no hubiera pasado más que un instante. Ha vuelto a Roma y todo es como la última vez: su pelo castaño con aquellos reflejos resplandecientes bajo la luz del sol, el hoyuelo que se le forma en la mejilla derecha, la piel fina, casi transparente que deja entrever la sombra azulada de las venas en sus manos estilizadas. Hasta el corazón grabado en un banco por alguien que no somos nosotros está todavía allí. En él dice Mona Mour, mal escrito pero se entiende. María sonríe, entonces me mira con curiosidad, tal vez con preocupación porque pueda haber ocurrido algo desde que se fue, que alguien haya robado un pedazo de nuestra historia. «No…» contesto a esa pregunta que nadie me ha hecho. Y ella parece tan feliz, como si esa manera de no usar palabras para decírselo todo perteneciera solo a los elegidos, a los enamorados, a los que les basta con mirarse a los ojos para leer lo que llevan escrito en el corazón. Pero si se fijara bien, por desgracia en mi corazón pone algo que no le digo: «Algunas veces ha pensado en Ella». Ella, ella con E mayúscula; ella, que ha sido tan importante en mi vida. Casi me da miedo que la palabra se me salga del pecho y aparezca por debajo del jersey con caracteres enormes, que se forme plásticamente letra a letra ante los ojos de María. Entonces, instintivamente, me abrocho la cazadora. Y, sin que me lo haya preguntado siquiera, llevo las manos hacia delante, sintiéndome culpable. Algo parecido a cuando eres pequeño y rompes un jarrón, y ya antes de que tu madre se dé cuenta dices: «¡No ha sido yo!». De modo que me apresuro a anticiparme. «No he vuelto a verla». Una mentira. Pero solo a medias. Porque verla tan nítidamente en mis recuerdos ha sido casi natural, y alguna vez he mirado su página de Facebook, he pasado por debajo de su casa, he intentado coincidir con ella, pero no ha significado nada, solo ha sido un modo de atenuar poco a poco el dolor que sentía por una historia de amor que terminó sin ninguna razón. Alessia, la chica con la que llevaba saliendo más de un año, un día cogió y se fue. Punto. Ésa es la cicatriz que tal vez nunca podrá borrarse de mi corazón. Y parece como si María sintiera que estoy distraído. Entonces me aleja de mis pensamientos, me coge una mano, la mira, le da vueltas. Es como si buscara entre sus pliegues alguna clase de explicación. En la línea de la vida, de la fortuna, de la felicidad, del amor. Las recorre todas con el dedo y luego casi lo susurra: ¿Tú y yo?» Y lo dice sin mirarme, con la cabeza baja, con un hilo de voz que de repente ha roto el extraño silencio que guardaba. Qué bien, hasta ha aprendido algunas palabras en italiano. Después levanta la cabeza, me mira sonriendo y lo repite: «Tú y yo». Pero esta vez sin signos de interrogación, y siento que el corazón me aprieta y me falta el aliento y simplemente le digo: «Sí…, nosotros dos». Entonces ella parece más tranquila, satisfecha. Hace una larga inspiración y mira a su alrededor: unos niños corren alrededor del tobogán, el primero de la fila recibe un empujón del que va detrás, uno con rizos, rapidísimo, futuro terrorista o récord en carrera de obstáculos, que lo aparta y llega primero a la escalera. Dos señoras pasean con unas bolsas amarillas del supermercado de allí cerca. Un hombre mayor sentado en un banco lee el periódico y niega repetidamente con la cabeza, desconsolado, golpeando la página con la mano, no sé si por la indignación que le provoca una noticia o si sencillamente se trata de un tic. Y yo le digo a María, intentando hacerme entender y metiendo alguna que otra palabra en español: «Este parque parece más bonito de lo habitual» Tal vez porque, porque estás tú».
Ella me mira y luego me pone la mano sobre el pecho y bajito, con voz cálida, repite mis palabras de antes: «Nosotros dos». Y eso me cautiva, me excita de un modo alucinante. En ese mismo instante se levanta un soplo de viento, un estremecimiento me recorre la espalda y ella continúa mirándome así. Ahora tengo calor, me quito la cazadora, después el jersey, la camisa y me quedo con el tordo desnudo. Y al final me sorprendo incluso a mí mismo gritando a voz en cuello: «¡Sí, nosotros dos, nosotros dos!» María niega con la cabeza riendo; «Estas loco…» Después, los sonidos se confunden, la luz me ciega, me cuesta enfocar la mirada. El olor familiar de un lugar…, mi casa, ¡estoy en mi habitación! —Di la verdad, estabas soñando con María, ¿a que sí?
—Pero ¿Qué coño…? (Abro los ojos como platos y me incorporo de golpe, con la cara de Gio a un centímetro de la mía, como cuando vas al dentista).
Mi hermana Valeria está a su lado, y también me mira divertida.
—Que no, que estaba nervioso, en el sueño no era feliz… ¡Estaba soñando con Alessia!
—Sí, que volvía a dejarlo… Ja, ja… (dice Gio, y Valeria se echa a reír).
Los miro estupefacto.
—Así que os estabais partiendo de risa con mi drama…
Gio agita la mano en el aire.
—Bueno, ya estamos otra vez con lo del drama…
—Una me abandonó, la otra se marchó a España sin despedirse…, ¿Qué puede ser peor?
Valeria no deja de reírse.
—Venga, en serio, se te veía inquieto de una manera rara. No se sabía si pensabas que estabas en España y mientras paseabas te habías encontrado a Penélope Cruz, o si estabas haciendo el amor con alguien… Aparte de que yo tampoco tengo ni idea de cómo eres en esos momentos ¿eh?…
Valeria se encoge de hombros y desaparece.
—¡Cómo se pasa tu hermana!
—¡Se pasa… mucho! Fabiola y yo todavía nos preguntamos si es adoptada… ¡Qué suerte tienes de ser hijo único!
—Pero ¿Qué dices? Si yo hubiera tenido un hermano, mira, ya habría levantado un imperio. Venga, di la verdad, estabas soñando con María, ¿a que sí?
—¡No!, te he dicho que no.
—Venga ya, se notaba, se notaba… (Se sienta en el borde de la cama y mira divertido mi camiseta en el suelo. Seguramente acabo de tirarla mientras soñaba. Estoy con el torso desnudo, como en el sueño.
Me levanto y Gio me sigue. No tiene bastante con plantarse en mi casa mientras estoy durmiendo que encima ahora entra en el baño conmigo.
—¿Lo ves?, te has justificado, o sea, podemos evitar pensar en algo durante el día, pero por la noche, cuando soñamos, no se puede. O sea, los sueños no pueden censurarse; es más, tal vez sea eso lo bueno. (Levanta
una ceja con aire malicioso).
Abro el grifo de la ducha y sonrío. La estrategia de Gio es buena, pero no me dejaré pillar. Se sienta en el váter.
—O sea, ¿te acuerdas de la película Desafío total?
—Es el tercer «o sea» en dos minutos (intento despistarlo. Pero no se deja desanimar).
—Venga, te la regalé por Navidad en el lote que te hice, Schwarzenegger y Silvester Stallone.
—¿Y bien?
—Era ésa en la que puedes preparar los sueños, en otras palabras, que puedes manipular lo que se te pasa por la cabeza mientras duermes. Mola, ¿no? ¡Lástima que sea una película, aunque creo que muchas de las cosas
que vemos en las películas al final suceden! O sea…
Estoy a punto de fulminarlo. Pero él mismo levanta la mano mostrando los dedos abiertos para denunciar un «o sea» más.
—¡Cuarto! (admite antes de continuar). Si lo piensas, a mí me parece que sería posible…
—Es solo ciencia ficción. Y, además, la mayoría de las cosas que piensas tú, Gio, no las pondrían ni en una película…, ¡estarían prohibidas!
Y me meto debajo de la ducha mientras él se queda allí fuera y sigue hablando, pero no lo oigo, o mejor, no querría oírlo.
—Además, eso le ha pasado a todo el mundo. Una vez soñaba que estaba cómodamente sentado en un sofá en medio de Selena Gómez y…, adivina quién, ¡Rihanna! Pero seguramente me había trincado un montón de cervezas, de modo que me desperté con la vejiga a punto de estallar, fui corriendo al baño y cuando volví a la cama intenté retomar el sueño donde se había interrumpido para disfrutar con los besitos de Selena…, besitos es una manera de hablar. Pero nada… ¿Te ha pasado alguna vez? Bueno, tengo que admitir que a mí también me ocurrió, hace unos meses. Estaba en las sillas voladoras del parque de atracciones y alguien me empujaba, y yo decía «¡Más fuerte, más fuerte!» Después sonó el despertador y la atracción, para mi desgracia, se paró. Intenté volver a dormirme para descubrir quién me empujaba, quién me hacía volar hasta el cielo sin miedo, pero no hubo manera.
—¿Y bien?, ¿se lo has dicho a tus padres?
—¿El qué?
—¿Cómo que el qué? ¡Qué nos vamos!
Me froto el pelo con la toalla gruesa. A mis padres…, qué raro oír esas palabras. Mis padres, mis padres ya no existen. Solo está mi madre, pero no corrijo a Gio.
—No, todavía no se lo he dicho.
—Pero ¿Qué dices? Joder, hace tres días que no duermo, al final he superado ese jodido miedo a coger un avión, ¿y ahora me dices que no nos vamos?
—Yo no he dicho nada parecido.
—Está bien, pero de todos modos aún no lo has dicho en casa… ¡Yo, en cuanto decidí que me iba contigo, no tuve ningún problema en contárselo!
¡Y me lo creo! Sus padres estarán contentos de librarse de él al menos durante un tiempo. A mí me parece que todavía no acaban de entender lo que se lleva entre manos y están preocupados por si de un momento a otro la policía llama a la puerta para hacer un registro de arriba abajo. O por si se presenta uno de los últimos herederos de la banda de Magliana a desvalijarles la casa. Me pongo la camiseta y los calzoncillos y voy corriendo a la cocina para hacer café. Gio, naturalmente, me sigue.
—¿Sabes que me he descargado un PDF con todos los lugares imprescindibles que hay que visitar en Madrid? Por ejemplo, en mi opinión es indispensable que hagamos una escapada a la Gran Vía, dicen que es el Broadway madrileño. Es una calle espectacular, llena de carteles luminosos, cines y teatros.
Ahí está, a veces me inspira ternura, realmente es un poco naif: en concreto, la Gran Vía es uno de los primeros lugares que visitaría un turista. En resumidas cuentas, Gio no es nada original, y se cree que un pionero. Con su entusiasmo consigue hacer que yo también me lo crea. Saca de la mochila una especie de nueva guía que ha hecho él mismo, incluso ha diseñado la portada: un fotomontaje de nosotros dos como don Quijote y Sancho Panza. No creía que sus recuerdos de la escuela llegaran a tanto, pero Gio siempre consigue sorprenderme.
—¿Te gusta?
—¡Gio, de verdad, a veces se te va la olla!
—¿Por qué? Vamos armados con nuestro valor a rescatar a tu bella Dulcinea, o sea, a María… —Sí, claro, pero 500 años después de Cervantes. Y, además, los tiempos han cambiado, ¡a ver si nos van a tomar por acosadores!
—¡Tú siempre tan pesimista, ¿eh?! ¡Venga, vamos a arrasar, ya lo verás! ¡Dicen que en España la comida y las chicas quitan el hipo!
En un instante la ternura deja paso a cierta admiración: esta vez Gio ha estudiado, eso es innegable. Y se marcha así, como él sabe hacer, siempre contento en cualquier circunstancia, a pesar de que las dos mujeres con las que salía desde hacía mucho (y al mismo tiempo, sin poder decidir con cuál quedarse) lo han dejado, a pesar de que se ha matriculado en 2º de Economía y Comercio y no ha hecho siquiera un examen, a pesar de que debe 800€ a un tipo que le vendió una moto medio escacharrada: porque Gio es único y, de hecho, cuando vuelvo a la cocina para apagar la cafetera me fijo en la bolsa de Euclide con unos cruasanes que ahora ya se han enfriado. Siempre los trae recién salidos del horno, nunca pierde la ocasión de recalcarlo. Viajar con él será realmente divertido, y además me irá bien alejarme un poco de Roma. Había una canción de Battisti que siempre cantaba mi madre: decía que es fácil encontrarse a alguien incluso en una gran ciudad. Y, sin embargo, yo solo me encontré a Alexia un momento en el concierto de Coldplay, hace casi un mes. Abro Facebook. Nada, su situación sentimental sigue siendo la misma, soltera. De modo que empiezo a vestirme, poco a poco me siento más ligero. Pasaré por B&B, la inmobiliaria donde trabajo por las tardes, para decirles que me voy; ayer ya avisé a mi tío en el quiosco y por último lo diré en casa. Sí, en este momento todo me parece fácil, no sé que pronto tendré que tomar la decisión más difícil de mi vida. Pero a los 23 años uno piensa que tiene todo el tiempo para aprender. Bueno, si tengo que hacer caso a mi madre, todo todo, no. «A tu edad yo ya tenía un hijo», repite cada vez que ve mis calcetines sucios tirados en el suelo y la cama todavía por hacer. «¡Pero, mamá, eso era en prehistoria!»